Uno de los retos a los que se enfrenta una película, y esta también, es lograr captar la atención del espectador. En primer lugar al público al que se dirige. Para ello no cabe duda que se sigue recurriendo a argumentos facilotes, secuencias espectaculares y a temas truculentos propensos a mostrar la cara más sórdida de la vida. No quiero decir con ello que sean películas descartables sino que es difícil que con planteamientos como estos no se caiga en lo zafio. Sin embargo, grandes películas están centradas en historias de gente sencilla con envergadura extraordinaria.
Son historias sencillas que expresan a la perfección quiénes somos y cuál es el valor de nuestra vida. En este caso la dedicación diaria de unos monjes al pueblo pobre en el que viven y para el que están. Esta podría ser la intención por la que Xavier Beauvois eligió hacer la película. Pero también se ve la forja del héroe. En este caso el de la comunidad monástica que acompañamos en sus rezos, sus horas de trabajo y su tiempo para la población musulmana en la que viven. Todo ello de una manera que transmite paz gracias a una fotografía contemplativa y a un uso perfecto de la música clásica. Me paro a resaltar tres escenas que conjugan la banda sonora y la visual como solo una gran película puede hacerlo: la conversación decisiva entre Christian, que hace cabeza en el monasterio y Christophe, el monje más joven, la última cena y la secuencia final.
Arriba decía que estos monjes se encuentran expuestos al peligro. El norte de África se encuentra sumido en tensión por sus luchas entre religiones a causa de la violencia de los extremistas. La labor de atención material y de ayuda espiritual que realizan los monjes en la película se ve truncada por la incapacidad de algunos por comprender el puesto clave que ejercen. La principal razón, y me atengo a la película, es esta ceguera al diálogo de los extremistas y sobre todo la falta de fe de los dirigentes en que las religiones son un beneficio para estos pueblos siempre que haya respeto.
Los binomios de miedo y fe y el de esperanza y dificultades se asoman en cada escena y a cada personaje, pues cada uno de ellos tiene que hacer frente a esta situación de peligro. Tendrá que replantearse cuál es su misión en esas tierras tan lejanas a su ciudad natal. Deberán preguntarse por su decisión a dar su vida por los pobres a los que quieren servir haciéndose también ellos pobres. La duda asalta a los más jóvenes y a los más ancianos. Pero también asalta a la hora hacer uso de la autoridad que se ha concedido al que manda en la comunidad monástica. En definitiva la responsabilidad personal y la colectiva entendida en este caso bajo un punto de vista de fraternidad.
Las interpretaciones de los actores (todos ellos caras desconocidas en España) son muestra de una interiorización del personaje muy trabajada. La duda y la llegada de la esperanza se desprenden de los rostros de una manera natural. Lo que podría haber sido una película con falta de carácter por la falta de acción hasta la mitad de la película se convierte en una historia de hombres con valor ya sea en su vida ordinaria como en los momentos en los que hay que tomar decisiones vitales. Se demuestra que no hace falta parafernalia sino una historia que penetre el alma del ser humano. Una historia abierta a la esperanza que tantas veces vemos cómo en otras propuestas cinematográficas está cegada por una visión reduccionista.
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