La principal razón de esta medida es, y sigue siendo, no romper la magia de la cuarta pared que separa a los actores del público. Tiene todo el sentido del mundo. El público mira lo que les ocurre a los personajes. E incluso se identifica con lo que les ocurre, expectantes a ver cómo se desarrolla la trama: estamos solo los actores y yo (no nosotros: el cine es una experiencia personal) como espectador. Nada puede romper ese fino hilo que nos une. Y MUCHO MENOS UNA MIRADA A CÁMARA dirían los productores de las Mayors. Vamos, que si hiciésemos lo que hacemos en el cine, es decir, estar atentos a los aconteceres más íntimos de la vida de una persona, así sin más, como unos cotillas, más de un guantazo nos costaría.
A veces, sin embargo, directores originales se rompen esta regla consiguiendo efectos sorprendentes sobre el público. El espectador puede llevarse más de un sobresalto al ver que realmente el personaje del otro lado de la pantalla te mira y te hace cómplice de lo que él está a punto de hacer. Por ejemplo en Annie Hall (1977), Woody Allen no solo mira a cámara sino que te habla. En la primera ocasión uno puede sentirse molesto pero si entra al juego se divertirá mucho más pues se siente partícipe de lo que ocurre en la historia. No hablemos si el que te mira a cámara es el sicópata de La naranja Metálica (Stanley Kubrick, 1971) o Galadriel en El Señor de los Anillos no sólo se despide de la Compañía sino también de tí.
Por cierto, en La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954), aunque nadie mire a cámara, la película es toda una crítica a ese desparpajo por parte del espectador al que se le sitúa como el cotilla de Jeff, el protagonista en silla de ruedas que con su cámara está al tanto de todo lo que ocurre en su vecindario.
Se me ocurría que aumentar este recurso en las películas podría ser más eficaz a la hora de convertir el cine en 2.0 que twittear en la oscuridad de la sala.
Dejo aquí un video con un conjunto de momentos de la historia del cine en los que los personajes miran a cámara.
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